22.6.05

«ALZAN LAS CINTAS, PARTEN LOS TUNGOS,/ GRITAN LOS NENES DE LA POPULAR»


Mientras no aparezca otro origen bien documentado, embarrar la cancha viene de ciertos recursos non sanctos utilizados vaya a saberse desde cuándo en las cuadreras. Su ignoto inventor y primeros cultores jamás pudieron sospechar que con el correr del tiempo devendría en la táctica y estrategia más recurrida y eficaz, en los tribunales de todos los fueros, a cargo de los más conspicuos, célebres, mediáticos y caros letrados, auxiliares indispensables en la administración de injusticia y impunidad. Tanto el escenario como el fin perseguido son tan claros como el agua que indispensablemente hay que utilizar; desde lo lúdico, los resultados que se obtienen gozan de la transparencia, sabor y jerarquía del producto que queda al ser mezclada con la tierra del suelo.

El asunto tiene que haberse ocurrido cuando de otro pago, previo desafío indispensable, traían un pingo con mentas de ser livianito como el aire y veloz como la luz. Como oponente se le ponía a un animal algo más pesado, sí, pero con más fuerza sobre todo en las manos, con mayor agarre y fuerza en la tracción. Un barrero, en una palabra. El regado sin pijoterías del tramo a recorrer cumplía con creces su cometido: restarle velocidad a quien por naturaleza carecía de mayor potencia en la tracción y de ese modo equilibrar los tantos de una naturaleza que a menudo se empeña en mostrar que no es muy democrática en cuanto al reparto de dones.

La aparición oficial e institucional de este recurso en el fútbol fue por los ‘60 y estuvo a cargo de uno de los personajes más pintorescos y falto de escrúpulos cuando la instauración de Fútbol Espectáculo S.A. trajo, como pan bajo el brazo, el reinado de los DT: Juan Carlos Lorenzo, (a) El Toto. El escenario fue el único cambio notable; todo lo demás, igual. Contando con la insuperable ventaja de jugar como locales, en casa, y contando la visita con la probada peligrosidad de hombres de punta muy veloces, sobre todo a la hora de los contraataques, se trató solamente de pedirle al canchero que a la hora de regar el césped fuera generoso con el andarivel laterail preferido por los enemigos y así quitarle adhesión a la hora de picar y sacar ventajas, camino al arco y a la concreción.

La sagacidad de los periodistas deportivos, especializados en la materia, no tardó en advertir las fisuras en la artimaña y lo encararon al mañero con el drama de hierro que si bien era cierto que los peligrosos punteros contrarios se quedaban sin piernas, así usaran tapones largos, no menos podía ocurrirles a los hombres encargados de cuidarlos, pertenecientes también al reino de lo humano.

El Toto ni se inmutó:

–Vos dejá que los otros no puedan correr –fue la escueta y contundente respuesta–. Del resto, me encargo yo.

La viveza cundió más ligero que los delanteros a ralentar. También las exageraciones. Estaba por terminar el siglo cuando por la liga local, Estudiantes de Santiago del Estero capital se las tenía que ver con su eterno rival y la barra brava decidió tomar cuentas en el asunto y abrir el sistema de riego como para producir un diluvio universal para uso propio. No se trataba de frenar delanteros. Se trataba de no jugar, sí o sí, el partido, dadas que todas las condiciones se mostraban desfavorables. Y la inundación fue tal que dejaron el campo de juego más apto para una tenida al waterpolo. Eso sí, a pesar de la intervención directa de los bomberos con sus bombas de achique a pleno, no hubo caso. El piso había quedado en tal estado que hasta se empantanaba un Unimog...

Con el comienzo de la Segunda Década Infame, a fines de los ‘80, embarrar la cancha desplazó a la hasta entonces reinante hacerla de goma y no tardó en adquirir la categoría de cosa juzgada en los estrados judiciales, entrando a sentar su propia jurisprudencia o rolete y también a acostarla sin más. Más bien, a inmovilizar y a terminar de enlodar a un sistema que desde el Martín Fierro para acá nunca se caracterizó por tener buen rating y mejor reputación pública. La implantación en este terreno no necesitó de canillas, mangueras ni pisos de tierra o pasto. Se trató de la utilización, a nivel industrial, de las fisuras, fallas y falencias que siempre fueron las que reinaron en los tribunales de todos los fueros. A lo cual se agregó, con no poca y encomiable contundencia, el uso y abuso sistemático del Reinado de lo Mediático. La diferencia entre ricos y pobres, ya testimoniada en la obra de José Hernández, empezó a mostrar con asquerosa obscenidad los abismos existentes entre los chorritos cualunques, de cuarta, y los imputados VIP: el volumen de las causas, la cantidad de cuerpos que vertiginosamente empezaban a engrosar las actuaciones al amparo del rebusque en el fondo del tarro de la bibliografía y el correspondiente fuego granado de recursos, pericias, peritajes de pericias, recusaciones, apelaciones de todas las medidas, más un bombardeo sabiamente sostenido y goteado desde la tevé, que gracias a la implantación a full de la Sociedad del Espectáculo ya entrevista dramáticamente en la alborotada, bullente y decisiva primera mitad de los ’60 [11], ha pasado a convertirse en la verdadera arena donde se dirimen estos hechos y ganan cada más desprestigio los presuntamente independientes y ecuánimes hombres de la toga.

El prestigio y el tufo de una causa se mide por los miles de fojas que jamás ninguna de las partes va a llegar a leer, primero, por el mero hecho de las limitaciones humanas, fundamentalmente el tiempo, a lo que se debe agregar la fácil constatación de un sistema colapsado y rebalsado a tal punto que no sólo carece de espacios físicos mínimos, propios, para funcionar, sino que encima los existentes están tan viejos y abotagados que algunos debieron ser desalojados, a punto de derrumbarse por el peso de tanto material tan inútil como inédito. A todo esto, la dichosa Opinión Pública discurre sobre las versiones aviesamente tergiversadas tanto por los respectivos abogados de parte como de funcionarios de todo rango, convertidos en verdaderas estrellas televisivas y con realities shows y programas de información general que los cuenta como parte de su elenco estable, sin más cachet que su instauración en el imaginario colectivo como referentes válidos para cualquier tema de actualidad en el nuevo tempo y cronología que ha instaurado la autonomía cultural: unas pocas semanas, cuando mucho, siempre con ribetes escandalosos, que es el arrabal de la tragedia, y donde se esfuman de la misma manera intempestiva con que se instalaron, diluyéndose, sin resolverse, en un eterno empate tan anómico como eviscerador en una sociedad que se deshilacha por todos los flancos [11]. Efectivamente más cerca del Toto Lorenzo y de la barra brava santiagüeña que de sus originales creadores y aplicadores, estos posmodernistas embarradores de cancha no dejan jugar a nadie, arrasan con los últimos vestigios de lo lúdico y, con ello, de la cultura humana, un resultado que para el pensador holandés sólo era posible como consecuencia de desatarse la guerra total [12].

11 Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. Edición crítica y prólogo de Christian Ferrer. Biblioteca de la Mirada, Editorial La Marca, Buenos Aires, agosto de 1995, 211págs. El autor fue uno de los malditos, tanto para el pensamiento oficial como el para no tan oficial, de Europa, en particular de Francia, su país natal. Terminó sus días en la mayor soledad, aislado, suicidándose, a fines de 1994. La edición original, con el mismo título, apareció en 1967.

12 Aquí cabe recordar el origen netamente lúdico en el sistema administrador de justicia rescatado en la obra citada de Johan Huizinga como en la presencia abrumadora de una sociedad totalmente deportivizada, particularmente futbolizada, lo inadmisible del empate en la génesis de la puja deportiva. Esto útimo, ampliamente tratado en Jeu, Bernard. Análisis del deporte. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 1987, 192 págs.