PARA MATIZAR LA LECTURA
El juego es un generador de cultura incluso anterior al tabú del incesto. Y el fútbol todavía mantiene lo lúdico, a pesar de todos los esfuezos en contrario. Ya hay culturas dominadas por el deporte y la Argentina es esencialmente futbolera. Incluso su lenguaje cotidiano está cargado de significativos tropos que tiñen peculiarmente aspectos esenciales mucho más allá de los límites de una cancha.
La primera es poseedora, de lejos, hasta el momento, del mayor nivel poético alcanzado. Sin pretender para nada un análisis o crítica literaria para algún suplemento cultural de fin de semana, su irrupción, en el remate de la letra de Che, bandoneón, musicalizada por Aníbal Troilo en 1948, es por lo menos inusitada. Desde el principio no hay ningún rastro, indicio o sospecha que en ese soliloquio en segunda persona con tres abstracciones en sucesiva escala ascendente (al duende del son de un instrumento fundamentalmente emblemático, para colmo condenado a muerte por la inexistencia de producción industrial), el fueye si se quiere más concreto, a quien le descarga todas sus cuitas como único interlocutor válido, de pronto vaya a terminar de manera tan abrupta con el alcagüete banderín en alto y el crispante silbato del de luto, que acaba de manera ineluctable con cualquier ilusión [8]. La riqueza condensadora, simbólica y polisémica de esta metáfora arranca desde lo futbolero, obvio, pero pasa cómodamente a lo existencial para amenazar con hacer el cambio de domicilio, pero hasta tiene ribetes cuasi metafísicos innegables.
Mientras no aparezca otro origen bien documentado, embarrar la cancha viene de ciertos recursos non sanctos utilizados vaya a saberse desde cuándo en las cuadreras. Su ignoto inventor y primeros cultores jamás pudieron sospechar que con el correr del tiempo devendría en la táctica y estrategia más recurrida y eficaz, en los tribunales de todos los fueros, a cargo de los más conspicuos, célebres, mediáticos y caros letrados, auxiliares indispensables en la administración de injusticia y impunidad. Tanto el escenario como el fin perseguido son tan claros como el agua que indispensablemente hay que utilizar; desde lo lúdico, los resultados que se obtienen gozan de la transparencia, sabor y jerarquía del producto que queda al ser mezclada con la tierra del suelo.
Resultó de movida tan fácil, juguetón, segregador de adrenalina, que nadie se preocupó de averiguarle el pedigrí cultural en un país que vive al día, olvidando y negando su historia, más encima con un futuro incierto para decir lo menos. Por supuesto, igual o menor interés tuvo por lo menos intentar cuantificar los resultados de semejante epopeya. El súbito y estridente surgimiento de nouveaux riches que pasaron a ser centro de atención y convertirse en modelo de vida ocultó la legión de víctimas que quedaron con igual o mayor rapidez totalmente en la lona, para seguir con los giros deportivos definitivamente incorporados a nuestra habla cotidiana. La tasa de suicidios, que siempre en cualquier sociedad, en todo momento, se maneja con gran discreción por obvios motivos, hace rato que es casi un secreto de Estado. O sin el casi, directamente. En medio del fárrago purulento de las últimas décadas, con el acoso cotidiano terrible de una verdadera competencia por lo horrible, a la par de una creciente y no menos jocosa coprofagia, ya ha pasado a un total olvido la ola de argentinos de toda edad y sexo que se despeñó de balcones de todos los pisos, generalmente en barriadas residenciales y muy elegantes.
Sigue siendo de muy poco interés que la bicicleta, lúdicamente hablando, surgió por los años ‘20 y que su inventor fue Pedro Calomino, (a) Calumín, un pequeño y esmirriado puntero derecho de Boca Juniors, famoso por su velocidad de roedor y su habilidad para todo tipo de gambetas y diabluras. Con una infancia atroz por las necesidades de todo tipo, sin núcleo familiar propio, con un entorno desde siempre pobre de toda pobreza, alimentado en cuerpo y alma por la generosidad de otros tan indigentes como él, iba a alcanzar un fulgor y una gloria propia los domingos a la tarde, de sol, luciendo unos colores que empezaban a traspasar con facilidad los límites de esa barriada/país tan particular. A Calumín se le ocurrió un día, con la pelota entre los pies, siempre en velocidad, el marcador esperándolo con los suyos atornillados al piso, tenso, expectante, a ver con qué iba a salirle, de pronto mandarse una especie de zapateo a cada lado, hamacar un poco el cuerpo, y sin ningún otro amague mandarla larga por izquierda o por derecha, él picar por el mismo lado o por el otro para ganarle la retaguardia haciendo valer el corto pique increíble que tenía, y a alguien, quizá a él mismo, nunca se sabrá, se le ocurrió llamarle a eso la bicicleta o hacer la bicicleta por el símil del movimiento con los pies de alguien que siempre estaba en velocidad, con el pedaleo del velocípedo.
Y allí quedó, a la espera de destinos mejores y más trascendentes.
La trayectoria y gloria de Calumín resultan altamente ejemplificadoras de cómo la cultura a veces, particularmente la denominada popular, resulta hasta impía para apropiarse de ciertos emblemas y usarlos en beneficio propio. Porque en un principio, hacerle la bicicleta o pedalear contrarios resultó una chacota más para su espíritu travieso, un ruidoso festejo en una desde siempre ruidosa parcialidad zeneize, pero ocurrió que a los marcadores no les resultaba nada gracioso quedar tan desairados por la carencia de recursos para detener a alguien con una impronta tan imprevisible como veloz. Entonces, hete aquí, que al poco tiempo encontraron un remedio tan eficaz como poco deportivo, es cierto, pero eficaz al fin. Normalmente dotados de gruesas piernas, no mucha ductilidad de cintura ni capacidad para girar rápido y salir a la caza del que ya les había sacado varios metros, los zagueros optaron por tratar de adivinar menos por dónde iba a pasar la pelota que por el lado por el que quería a pasar Calumín como un refucilo y le entraron a poner la suela como si se tratara de una maniobra a destiempo, pero la enclenque humanidad entró a dar tupido de morro contra la línea de cal y hasta contra los alambrados, aterrizando de panza y de hocico, a punto tal de convencerlo que si no había llegado el momento de entrar a guardar definitivamente la bicicleta, por lo menos sí el pedalear de manera más espaciada porque lo estrolaron sin piedad y hasta con saña.
Imposible bajo todo punto de vista prever que la figura creada para enriquecer la semántica futbolera, medio siglo después, prácticamente inédita, sólo que traspasada de ámbito, iba a signar la economía toda del país. En un principio, a mediados de 1975, con un gobierno lamentable que sólo mostraba eficacia para comenzar la cacería y matanza que se industrializaría e institucionalizaría meses después, bicicletear, respetando tácitamente su orígenes, designó a la operación de tomar fuertes préstamos a equis interés y plazo, fraccionando la suma en otros préstamos a un interés mucho mayor y menor plazo. La diferencia obtenida entre las dos operaciones, siempre con dinero ajeno, se convirtió en la bicicleta financiera original.
A poco de andar, hacer la bicicleta o pedalear se extendió hasta ser entendido en la acepción actual, incluso como política oficial ante la creciente deuda externa: diluir, retrasar, eludir con cualquier artimaña o pretexto las obligaciones de pago. También, por extensión, el incumplimiento de cualquier otro compromiso, no importa la índole. En otros términos, si se quiere, el reverso del arquetipo ideal, ilusorio e iluso a la luz de los tiempos, levantado por Atahualpa Yupanqui cuando hablaba del paisano que enfrentaba un deber cada vez que daba la mano. La despersonalización y entronización del darwinismo que había aflorado con plenitud, sino como cínico estilo de vida, ya habían hecho su alertadora presentación en sociedad, también en una cancha de fútbol, como se verá después.
El bicicletero ha pasado a ser una categoría tan existencial como antropológica. A la vez, cotidiana e integradora del paisaje como los restoranes de lujos y lofts de multinacionales y buffetes de los más prestigiosos letrados embarradores de cancha en que devino inevitablemente la inutilidad del Puerto Madero gritada con anticipación en todos los idiomas [14]. Lo curioso es que tanto la maniobra como los resultados siguen siendo exactamente los mismos, más de tres cuartos de siglo después: impacto espectacular en el arranque y grandes logros en el cortoplacismo, pero a poco de andar y sobre todo a la larga, un final idéntico o peor que el del pobre Calumín, arando la cancha con la nariz, con por lo menos una pierna a la miseria y cada vez más llena de dolorosos cardenales de todo tamaño, terminando su vida en idénticas o peores condiciones que la de la niñez miserable en que lo arrojaron en este mundo y donde tuvo que aprender a gambetear, primero, como la única forma de sobrevivir, y luego, por dotes naturales, como la única vía para lograr una identidad individual y social, ser alguien.
13 El usado por Johan Huizinga, en el clásico ya citado, apareció en 1938, en las vísperas mismas de que la horda nazi alcanzara a arrasar por lo menos con sus alrededores, entre los que estuvo el reino de Holanda. Alude con meridiana claridad hasta lo que entonces era un escenario imaginado, una hipótesis de lo probable, en tanto resultado de un conflicto bélico que abandonara de manera total lo lúdico, presente hasta en los más bárbaros lances caballerescos medievales.
14 Romero, Amílcar. Madero Soccer Center... En este trabajo, la controversia por el Puerto Unico, que se extendió por más de medio siglo luego del derrocamiento de Rosas, es tomado como el punto de partida para la porfía simbólica que futboleramente erigieron al River-Boca como el paradigma del enfrentamiento futbolero argentino.